“¡Qué frágil es el ser humano!”
Job 14,1
A quienes,
en situaciones de emergencia o no,
siempre están dispuestos a ayudar
y dan luz y esperanza a los demás.
Ya podemos decir que hemos sobrevivido a una pandemia y a un apagón general. Esperemos que la cosa quede ahí. No tenemos necesidad de emociones tan fuertes. Es preferible nuestra rutina, aun con sus preocupaciones y afanes, pero también con sus pequeñas o grandes alegrías. Todavía está entre nosotros gente que vivió parte de su vida sin luz en la casa, o con ella solo a determinadas horas, y, por desgracia, hay personas que viven aún en condiciones muy precarias. Pero la mayoría de nosotros hemos vivido y vivimos con muchas comodidades, acostumbrados a que todo lo que nos facilita la vida funcione y a tener acceso rápidamente a lo que queremos, a menudo con solo un clic. Y, de pronto, se va la luz y nos recuerda la fragilidad de nuestra vida, incluso en tiempos de inteligencia artificial. Y, quizás, cuesta encajarlo. Nuestros mayores recuerdan tiempos sin lavadora ni lavavajillas, en que acarreaban agua desde una fuente. Pero nos acostumbramos pronto a lo bueno y basta un apagón para hacernos ver, una vez más, que nuestra vida no está en nuestras manos, que es muy frágil, que somos vulnerables y que algo ajeno a nuestra voluntad, en cualquier momento, puede alterar nuestros planes. Preferible es no pensarlo porque, de hacerlo, viviríamos siempre con un temor irracional a lo que pudiera pasar. Pero sí deberíamos ser conscientes de que no lo controlamos todo y que el riesgo cero no existe. Vivir es, en sí mismo, peligroso muchas veces. Pero, incluso de situaciones no deseadas ni esperadas, puede sacarse algo positivo. Un día tan largo como uno sin luz nos enseña el valor de escribir despacio a mano, de leer en papel o hace redescubrir el milagro de la radio. Sorprendente es que mucha gente no tenga ya transistor con pilas en su casa, siendo como es un aparato asequible y que aporta tanto. El apagón nos puso a buscar linternas, pilas y radios. Nos dejó sin luz, sin teléfono, sin internet, sin televisión. A solas con nuestra radio, la de toda la vida, la misma que escuchaban nuestros padres. Cuando lo sofisticado falla, a veces, lo más sencillo salva. Cuando la tecnología deja de funcionar, aún queda y siempre nos quedará la radio informando y acompañando, aliviando soledades, confortando y tranquilizando. Acaso el apagón nos sirva para dar valor a aquello que, por cotidiano, no valoramos: que todo funcione, que las tiendas estén abiertas, que podamos pagar con tarjeta. De repente, sin luz, la vida se paraliza y nos detiene, y la casa se nos vuelve, más que nunca, el mejor refugio en el que guarecernos, salvo que nuestra vida dependa de un respirador artificial o una bombona de oxígeno y esté a punto de agotarse.
El apagón evidencia que, quizás, no hay nada más conmovedor que la normalidad. El pulso de la vida se mide, en realidad, por el sonido de las persianas que se levantan temprano, los coches que circulan, los colegios que abren a su hora; ese comprobar que todo está en su sitio y cada cual en su tarea, la sensación de seguridad y bienestar que proporciona lo que funciona. Sin embargo, somos frágiles. Un contratiempo es suficiente para romper la (bendita) rutina, como un diagnóstico fatal puede poner la vida patas arriba. En esos momentos, cuando se enciende la luz de emergencia, fuera o dentro de nosotros, es cuando nos damos cuenta de todo lo que tenemos y damos por hecho y no apreciamos a diario. Se suele valorar lo que se pierde más que lo que se tiene. Sucede también con las personas. Creemos que van a estar ahí siempre para cuando queramos llamarlas o ir a verlas. Y un día se van. Y no vuelven. Dejan de estar y ya no se las puede ver ni llamar más. Ya es tarde.
Ojalá sirviera el apagón también para valorar más lo que tenemos y no darlo por supuesto y tener a mano y preparadas cosas que nos pueden sacar de un apuro en un momento dado. Que va a ser verdad que viene bien tener el kit de supervivencia que nos recomendaban, por si algo pasa. Viviremos precavidos, alerta, ejerciendo nuestra responsabilidad, pero, a la vez, con la conciencia de saber que hay muchas cuestiones que nos superan, que no están en nuestra mano y que más vale confiar en que quienes deben mirar por que las cosas funcionen lo harán. Y, por mucho apagón que haya, mantengamos encendida la esperanza, aunque parpadee a veces. Que no se apague. Porque, cuando todo está oscuro y la vida parece que se apaga, solo ella puede salvarnos del naufragio. Aunque cueste, procuremos mantener siempre viva su llama.
















