Agarrarse a la vida

En memoria de quienes han muerto este año.
Especialmente, de las víctimas de la pandemia.
A cuantos sufren por ella.
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“Mas, sea verdad o sueño,
obrar bien es lo que importa.
Si fuere verdad, por serlo;
si no, por ganar amigos
para cuando despertemos.”

Pedro Calderón de la Barca

Si algo ha venido a enseñarnos la pandemia que sufrimos, es que la muerte está ahí, acechando, mucho más cerca de lo que pensábamos. Que la frontera entre la vida y su final es tan frágil que rápidamente se traspasa. La vida recupera así, aún más, si cabe, su condición única y de milagro fugaz, que, a veces, cuando menos se espera y sin quererlo, de las manos se nos escapa.
Muchos no han podido ir este año al cementerio a llevar flores a quienes se fueron. No es que haya que llevarlas para sentir cerca a los que nos faltan, pero acudir cada primero de noviembre al camposanto es una costumbre que se nos pierde en la memoria, ligada a otras propias de este tiempo, como comer carne de membrillo o castañas. Este año todo está siendo distinto. Cuesta reconocer en la vida de ahora la que siempre conocimos. Obligados a posponer celebraciones, viajes, encuentros, besos y abrazos, vivir se ha convertido en un intentar, ante todo, ponerse a salvo del virus y no contagiarnos. Vivimos como si el motor de nuestra vida estuviera al ralentí y no alcanzamos a imaginar cuándo cesará esto de vivir a medio gas. Lo cierto es que es mucha la gente que se ha ido antes de tiempo por culpa del virus; personas que ya son recuerdo, una vela en la casa, un nombre, unas flores, mil lágrimas y dos fechas separadas por un guion en una lápida.
En nosotros late la vida y, sin embargo, sabemos que se terminará, al menos tal y como la hemos conocido. Una interrogante inmensa se abre después. Nadie sabe qué vendrá: si el cielo anhelado, si un lugar donde hacer posible todo lo que aquí no pudo ser, si la nada… Cada cual imaginará de una manera distinta lo que haya más allá, creerá que le aguarda el descanso eterno o la felicidad perpetua o negará que haya algo más. Sobre lo que venga después de esta vida únicamente cabe especular. Solo sabemos que estamos de paso, que somos fugitivos del tiempo y que lo que tanto queremos se quedará aquí porque el último viaje no requiere alforjas. Se quedará también, si acaso, lo bueno que hayamos hecho. Y poco más. Un día seremos simplemente memoria: nuestra sonrisa enmarcada en una foto de cuando parecía que la vida no iba a acabarse nunca, una firma en el libro que con tanta ilusión compramos, un nombre del pasado…

Es doloroso irse de este mundo, aunque es verdad que la muerte, llegado el caso, es precisa. Lo es cuando la vida deja de ser vida y se torna sufrimiento inútil o una manera denodada de retrasar absurdamente un final inevitable. Lo más difícil es conciliar nuestra condición pasajera con el ansia de eternidad. La felicidad, aunque caduca, son las cosas que nos gustan y el infierno la ausencia de lo que nos alegra los días: no ver más el mar, el cielo o unos ojos, no tomar café a media mañana, no sentarse después de comer a dar una cabezada… Todo eso que nos gustaría, sencillamente, que durase siempre.
Mientras vivamos y aunque corran tiempos malos, no queda otra que agarrarse a la vida, aun sabiendo que nos abandonará tarde o temprano o que tendremos que dejarla, a nuestro pesar, un día. Ojalá que cuando llegue ese momento no lamentemos no haber aprovechado sus horas dulces, sus días azules, el sol de mediodía, la luna llena de algunas noches. Que no nos pese entonces no haber hecho, si era posible, lo que nos pedían el alma y el cuerpo. Que la conciencia del final no nos impida disfrutar del presente cuando se deje, no con el ansia de quien sabe que se acaba, sino con el deleite de quien saborea lo bueno que la vida le ofrece. Hay que volcarse en vivir, aunque en ocasiones duela. Descubrir que el paraíso está a la mano, que es amanecer con salud, tener lo necesario y, si se puede, contribuir a que otros también lo tengan en estos tiempos en los que tantos negocios han colgado el letrero de “cerrado”.
Ojalá nos agarremos fuerte a la vida, con más ilusión que miedo, con más coraje que derrotismo o desánimo, con ganas siempre de seguir alzando la persiana cada mañana y ponernos en marcha para tirar del hilo de los días hasta que se agoten. Y obrar bien, sin dañar a nadie, que es lo que más importa. Sea la vida verdad o sea el sueño del que un día – sin saber cuándo ni dónde – despertemos.

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