Acoso: la odiosa ley del más fuerte

A Celedonio Romero, siempre amable, servicial y atento.

                      A su familia y a la memoria de Leli, su mujer,

                    que se ha ido muy pronto de este Rute nuestro al cielo.

                    Desde la gloria que ya habita seguirá alentando a vivir

                    a todos los que la quisieron. Descanse en paz.        

                                                                                                                                         Justa Gómez Navajas

 

 

                                                                                              “Lo preocupante no es la perversidad de los malvados

sino la indiferencia de los buenos.”

                                                                                                                                             Martin Luther King

 

Desde hace un tiempo, el acoso escolar se ha vuelto un tema recurrente en los medios de comunicación, que se hacen eco de una realidad dramática y sangrante (a veces, en el sentido literal del término). A menudo se dice que no hay nada nuevo bajo el sol. En buena parte, es cierto. Siempre, desgraciadamente, ha sido habitual en los colegios reírse del diferente, del torpe, del cojo, del tonto, del gay, del empollón, del “gafitas” o del extranjero. Demonizamos con frecuencia las redes sociales, convertidas en vertedero de exabruptos, pero el problema está en la naturaleza humana, en su ineluctable veta cruel, tan arraigada. Algo enfermizo hay en la mente de aquellos que se regodean en el sufrimiento ajeno. O es, sencillamente, maldad. Quien acosa no es solo que adolezca de absoluta falta de empatía hacia la víctima. Es que goza con el sufrimiento ajeno, provocándolo, infligiéndolo. Internet y, particularmente, las redes sociales facilitan la difusión de estas conductas. Ahora el acosador es tan mendrugo que quiere exhibir su hazaña, aunque ello le suponga delatarse. ¡Con tantos adelantos como ahora tenemos, y, a veces, parecemos recién salidos de las cavernas, primitivos y salvajes!

El acoso debe ser combatido aplicando los protocolos pertinentes. No es “cosa de niños”, sino un delito grave. Y sus autores deben ser sancionados con todo el rigor que el Código Penal o la Ley de Responsabilidad Penal de los Menores permita y no con penas irrisorias, como “trabajitos en beneficio de la comunidad”, que más que penas son una infamia para las víctimas. Por su parte, los profesores tienen que estar atentos a lo que sucede en sus centros. Es evidente que habrá conductas de acoso que se les escapen, pero, en cuanto detecten alguna, deben ser los primeros en salir al paso. El silencio es omisión del deber de denunciar y les convierte en responsables, incluso penalmente, del delito cometido.

Hay que luchar contra los acosos de todo tipo. Hace unos días un catedrático de Sevilla ha sido condenado por abusar sexualmente de dos profesoras. A buen seguro, hay más casos de este tipo, silenciados en la Universidad y en otros ámbitos. Toda la sociedad tiene obligación de denunciar hechos de esta índole de los que tenga conocimiento. Encogernos de hombros nos vuelve viles cómplices. Y a las víctimas hay que concienciarlas para que no aguanten y denuncien desde la primera vez que se sientan acosadas o ridiculizadas. Hay que decirles que bloqueen a sus acosadores en el teléfono o redes sociales y que no se dejen asustar por ellos, panda de cobardes acomplejados venidos a más, cabezas huecas que rezuman crueldad.

No hay derecho a amargarle a un niño su infancia, a un adolescente su adolescencia, o a un adulto su vida laboral y personal. El acoso (de curas, profesores, entrenadores, jefes…) hay que cortarlo en seco. No valen contemplaciones ni medias tintas, ni quitar al acosador de un centro para enviarlo a otro, donde volverá a hacer de las suyas. Hay que arrinconar a los que acosan y hacerles ver que sus depravadas acciones no tienen sitio en una sociedad civilizada, que estorban y que tienen que pagar por lo que hagan. El tiempo que estén privados de libertad (aunque no sea la mejor solución) al menos estarán a buen recaudo y dejarán de ser un peligro público.

Es preciso poner en marcha campañas de prevención y, sobre todo, no callar. Hablamos mucho por lo bajini, pero falta valor a la hora de denunciar públicamente comportamientos intolerables, sean casos de corrupción, plagio, maltrato o acoso. Hay que hablar. Para algo se nos dio la capacidad de comunicarnos. Nuestro silencio puede perpetuar el sufrimiento propio o el de otros. Y, desde luego, hay que dejar de reírle las gracias a los gallitos de turno, a los que se creen los reyes del mambo, intocables, poderosos, superiores. Que vean que sólo son seres humanos, aunque resulten tremendamente inhumanos. Nada más que eso son: personas fuertes, como la voluntad que mueve montañas, y, como todos, a la vez, tremendamente frágiles y necesitados de compasión y asistencia.  Urge intentar que se pongan en la piel de la víctima, si es que son capaces. Y que piensen si les haría gracia que los tratasen a ellos con la punta del pie o los ninguneasen. A ver si así se dan cuenta de su ruindad y desisten de sus malévolas intenciones. Sólo plantando cara al acoso se puede frenar. Se lo debemos a las víctimas. Y nos lo debemos a nosotros mismos, si queremos mirarnos al espejo sin sentir bochorno y asco al hacerlo.

 

 

 

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